En tiempos de crisis, el interés por aprovechar los objetos que tenemos a mano y darles una segunda oportunidad es casi una obligación.
En mi caso, además de obligación es una afición constante por la que siento una atracción irresistible. Es raro que pase frente a un contenedor de obra y no eche un vistazo a su interior en busca de algún tesoro abandonado y menospreciado. Así que cuando me topé con las imágenes de esta casa de campo, entre olivos, en la villa medieval de Pals, en la Costa Brava, mi corazón dio un salto repentino.
En esta vivienda, no es que algunos objetos fueran encontrados en la calle, sino más bien en anticuarios o tiendas de material de derribo y posteriormente sometidos a restauración. Otros, en cambio, son producto del trabajo de manos artesanas, como las mesas auxiliares del dormitorio hechas de tocones. A la vista está que todos conviven en perfecta armonía dejando al margen su procedencia. Sobriedad, casi monacal, es la característica dominante que se aprecia en toda la vivienda.
Lo que sí es evidente es que sus propietarios disfrutan con la naturaleza, la sencillez y la tranquilidad que la vida del campo proporciona.
Aquí nada es estridente; todas las piezas encajan entre sí como las piezas de un puzle. Materiales naturales, colores cálidos, artesanía, mobiliario rústico,vintage, escasos electrodomésticos, solo los imprescindibles…con una característica común: todos están desprovistos de adornos superfluos y se presentan en esencia. Incluso los techos, unos con vigas de madera y otros cubiertos con cañizo resultan ser, además de aislantes del calor, elementos atractivos a la vista. Cielo con cañizo y vigas de madera y tierra con estera marcan los límites horizontales de la vida en esta casa. El exterior se muestra libre de ataduras y da rienda suelta a la exuberancia del emparrado que, junto con el sombraje de brezo, hacen la función de toldo natural que sombrea y refresca el acceso a la casa. Todo un acierto, como puedes observar en las imágenes.