Cuando Edouard Martinet tenía 10 años, uno de sus profesores presentó a sus alumnos el mundo de los insectos, pero de una manera bastante obsesiva, provocando así que esta fascinación contagiosa arraigase en el joven francés sin apenas proponérselo.
Transcurridos más de 40 años desde entonces, Martinet se ha convertido en un reconocido insectófilo en el mundo artístico, transformando en insectos, peces u otras formas de animales pequeños restos de piezas abandonadas o vendidas en rastros y mercadillos.
El rasgo que destaca en los trabajos artesanales de este artista es la brillante ejecución de sus esculturas y la extraordinaria elegancia en la articulación de piezas minúsculas .
Su grado de virtuosidad es único: él no estaña o suelda las piezas. Sus esculturas están atornilladas, lo cual aporta a su obra un grado extra de virtuosidad particular, pero no solo porque su forma de trabajar conlleve la precisión de un relojero. Aquí se da un «factor X», una chispa ingeniosa, una reinvención de aquello que es obvio en la que un objeto delicadamente diseñado surge no solo con perfección, sino también con carácter y personalidad, con una nueva vida.
Martinet invierte alrededor de un mes de laborioso trabajo en crear cada una de sus esculturas, pero esta tarea no la realiza centralizando sus esfuerzos e inspiración en una sola pieza, sino que acostumbra a que sus energías se distribuyan entre dos o tres al mismo tiempo. Algunos pueden creer que es demasiado tiempo las cuatro semanas que a Edouard le costó completar su primera escultura y que los diecisiete años que le ha llevado encontrar el perfecto componente de su última obra es una exageración. Sin embargo, lo que este hecho pone de manifiesto es, ni más ni menos, el permanente y tozudo espíritu perfeccionista del artista.